Mi madre, revestida de poniente,
guardó su juventud en una honda guitarra
y solo algunas tardes la mostraba a sus hijos /
envuelta entre la música, la luz y las palabras.
Jorge Carrera Andrade, ecuatoriano
A mis hermanas, Coin, Becky, Trini y Cuqui, quienes me dan tan grandes muestras de amor, sobre todo cuando enfrenté el cáncer, en dos hospitales durante 11 meses.
Nuestra madre era bajita, linda, alegre, vanidosa, temerosa, ingenua como una niña, sabia como letra de tango, y sin pretensiones intelectuales.
Nació con una fuerte vocación artística, pero la represión de su padre -jefe de Policía Municipal para los tiempos de la coalición- y luego de su esposo, mi padre, también chapado a la antigua, no le permitieron estudiarla formalmente.
Aun así, ellos no pudieron atenuar en ella su alegría característica y su sano gusto por vivir.
Era evidente que mi padre vivía enamorado de ella, pero era torpe en su modo de expresárselo, porque él nunca en su vida fue feliz, a pesar de que era muy exitoso en los negocios. Nadie puede dar lo que no tiene.
El temprano divorcio de sus padres lo afectó, de muchos modos.
Siempre le tuve pena a mi padre, pero además de respetarlo le temía. Total, que en mi recuerdo solo una vez me pegó de niño y tenía razón para hacerlo, porque les hice pasar un susto muy grande.
Mi madre fue insuperable. Dentro de ella vivía una artista, recurría mucho a la poesía y a la canción como recursos educativos maternales.
Ya en otra ocasión les conté cómo me hizo llorar y me sacó de cazador cantándome:
“Soy pajarillo errante que ando perdido en busca de mi amante que se me ha ido… Si un cazador me hiere en mi camino, defenderme no puedo, es mi destino. Alzo el vuelo siempre cantando y el que escucha no sabe ¡ay! que estoy llorando”.
Otras veces nos cantaba:
“Dios de los cielos, gracias te doy por cuanto tengo por lo que soy; por mi casita, mi dulce hogar, lindo santuario de amor y paz; por una madre que es la más buena de cuantas viven sobre la tierra; la que me cuida, la que me quiere, la que me compra lindos juguetes…”
Ya adolescente yo, triste por enamorado que no era correspondido, un día en que me le acerqué, sin quitar sus ojos del plato que en aquel momento estaba fregando, me cantó:
“Celos, malditos celos, porque me matan si no hay razón. Dios sabe que la quiero, que solo suyo es mi corazón”.
Tenía una generosidad única, mucha conmiseración y una gran fuerza cómica que, las más de las veces, emanaba de su conducta ingenua de niña grande.
En una ocasión, por ejemplo, regresó de Nueva York a nuestro pueblo, después de muchos años de residencia allá, una señora que antes de partir como tantos hacia la gran urbe, la había ayudado durante años con las labores de la casa.
Tan pronto se enteró de su regreso al pueblo, Mami la invitó a una cena en nuestro hogar, para cocinar para ella como años antes la señora lo había hecho para nosotros. Se esmeró en que la cena fuera bien puertorriqueña.
Los años de residencia en Nueva York habían cambiado la conducta de la señora como en un cuento de Abelardo.
Cuando se trajeron las bandejas humeantes a la mesa, la señora preguntó admirada señalando hacia una bandeja: “What is this, potatoe?”
Mami le dijo, sin pestañear, en tono espontáneo: “Mija, es batata, con lo que te criaste”, y con la misma espontaneidad continuó sirviendo los alimentos, como si nada.
En otra ocasión, a mi padre se le ocurrió la idea de montarle una mueblería en la parte baja de nuestra casa, ubicada frente a la plaza y junto a la Casa Alcaldía, en el pueblo de Isabela.
Pensó nuestro padre, siempre tan ahorrativo, que de ese modo ella aprendería el valor del dinero.
En pocos meses, vendió fiado, todo el inventario de la mueblería a la gente de bajos recursos del pueblo, quienes la llamaban “doña Can”. La adoraban y ella ayudaba continuamente, tantas veces sin poder realmente.
Transcurridos algunos años de la mudanza familiar de Isabela a la urbanización Santa Rita de Río Piedras, al comienzo en la calle Borinqueña, en una casa alquilada y luego en una casa que nuestro padre compró justo al frente de aquella, en la calle Joaquín López López, Coin, mi hermana mayor, le compró un piano Baldwin y Mami se pasaba las horas muertas, feliz, sacando melodías de oído en su piano.
Luego, soltaba el piano y agarraba su guitarra.
Los 30 de abril de cada año, el día de su cumpleaños, el inenarrable hermano Danny Rivera la visitaba, acompañado por un buen guitarrista, y cantaba a dúo con ella los boleros de su preferencia o los que ella quisiera. Danny los conoce todos.
El año 2007, el anterior al de su fallecimiento, Danny fue acompañado por uno de nuestros grandes cantautores, Ruco Gandía, tan humilde y complaciente como es propio de los auténticamente grandes, quien había musicalizado magistralmente la oración infantil Mi Ángel de la Guarda.
Dicho sea de paso, la primera vez que la escuché a través de la radio dije en mi interior “qué mucho se parece esa canción a Mami”. Era perfecta para su pedagogía singular, a base de canción y poesía.
Mami dio un paso adelante y le preguntó a Ruco: “¿Usted es el que canta Mi Ángel de la Guarda? ¡Qué maravilla! Por favor, cántela”.
Sus ojos destellaban mientras la escuchaba y no era para menos, puesto que esa canción es el alma de nuestra madre.
El año 2008, próxima a sus noventa años y a su misión en nuestro mundo, mis hermanas le llevaron de sorpresa un grupo mariachi excelente y, además, vistoso, con su ajuar de charros, totalmente blanco, con la encomienda de que vinieran por toda la calle tocando y cantando. Ese año Danny había ido por la tarde, ya que tenía un compromiso por la noche.
A pesar de mis dos pies zurdos, bailé con ella varios boleros rancheros y ella cantó de todo, acompañando al solista.
Después que el mariachi partió de su casa, ya tardecito en la noche, le dijo al oído a Rocío, mi esposa, con quien se llevaba muy bien: “Nena, esto era lo que me faltaba, una serenata con mariachis. Estoy tan feliz, que me puedo morir esta noche”.
Transcurridos cinco meses, sufrió un accidente cerebrovascular, por lo que la internaron de prisa en la Unidad de Cuidado Intensivo del Hospital Auxilio Mutuo, donde el increíble amigo Danny Rivera la iba a visitar solo, por su cuenta, a cualquier hora de los días y le cantaba al oído las que sabía que eran sus canciones preferidas.
Aunque ya estaba aparentemente ida, algunas de las enfermeras de Intensivo decían notar alguna mínima reacción en ella, ya que la audición es la última facultad que se pierde.
Falleció el 9 de septiembre de 2008 y la sepultamos al día siguiente junto a su madre, doña Trina Rodríguez -la íntimamente famosa “Abuela Trina”, la que cito con tanta frecuencia, porque caló muy hondo en mí- y su padre, el policía-poeta, don Pedro Carlos Santaliz Zea, en el viejo cementerio de Quebradillas, frente al Coliseo Raymond Dalmau.
¡Nada ni nadie pudo jamás atenuar en ti tu alegría característica y tu sano gusto de vivir, tu vida-canción, madre querida!