El domingo en Cayey, durante la inauguración del béisbol Doble A, se reveló algo más para el Pedro Carlos Lugo comentarista o maestro del deporte: cuando lanzó la primera bola en el torneo 2023 que se le dedica, su hoy agigantada presencia era escoltada, en su mayoría, por la gente de su barrio Peñuelas de Santa Isabel.
Para ellos, ese no era Pedro Carlos… era el Cano Lugo de su barrio.
Estaban varios camaradas de su juventud, ¡claro está! Pero allí también estuvieron otros que llegaron a algún sitio en sus vidas por la influencia que el Cano Lugo ejerció a través del deporte infantil.
Él no lo sabía, porque su influencia era silenciosa e invisible. Sin embargo, ese efecto se hizo muy visible con el pasar de los años.
Porque desde que en su adolescencia empezó a brincar verjas para ver juegos del Salinas del entonces Circuito de Béisbol, Cano Lugo ha pasado por la vida siendo una influencia. Allí fue que su espíritu deportivo se inflamó con los batazos de Guillo Rosado.
Esa es posiblemente la belleza de los caminos recorridos: más allá de los juegos que ha trabajado para los Leones de Ponce o Indios de Mayagüez en el béisbol profesional; los de Ponce, Coamo o San Germán en el baloncesto; los miles de partidos aficionados que han visto sus ojos azules; los centenares de maratones a los que dio imagen con su apasionada y fluida manera de describirlos; o los diversos Juegos Olímpicos, Panamericanos, Centroamericanos o Mundiales en los que ha estado. ¡Y miren que han sido muchos!
Sí, podríamos dedicar horas y horas a reseñar como Pedro Carlos puede analizar un partido de béisbol o una situación deportiva con la amplitud, diversidad y profundidad de un filósofo, sin que ese conocimiento sea obstáculo para transmitir sus ideas y pensamientos con claridad, en un lenguaje sobrio y comprensible para todos.
Pero no es de eso que se trata este manuscrito. Es de las decenas, decenas y más decenas de muchachos y familias a los que conectó e impactó a través de aquellos teams comunitarios.

La solidaridad vecinal que provocaban sus inventos; la fiesta y alboroto que generaban los intercambios deportivos con equipos tan distantes como Santiago de los Caballeros en Dominicana, Santa Cruz o Loíza al norte de la isla; las aventuras en cualquier río después de un doble juego dominical y hasta sus clásicos restregones de bigote, son memorias que nadie, de aquella generación, puede borrar.
Y como la influencia es una calle de dos vías, los entornos personales y físicos jugaron decisivamente a su favor.
He dicho tantas veces, pretendiendo ser equilibrado, que Pedro Carlos es el comentarista ideal, pues en su voz y pluma convergen, sin antagonismo alguno, la erudición del que se alimenta de libros y la instrucción que da la calle.
Huérfano de padre antes de tocar la adolescencia, ese saber callejero se alimentó de su crecimiento algo itinerante entre Moca y Santa Isabel, reforzado por sus vivencias salinenses, los mirares a su madre Juana María Pérez Borrero -obrera de los cañaverales-, los momentos con su tío Chago Lugo Valentín en Hormigueros y Mayagüez, y la convivencia directa con su hermana Hilda Colón Pérez.
Hilda fue estudiante universitaria en una época que no era muy común para una fémina. Deduzco, hablando de influencias, que ese contacto directo con titi Hilda es lo que incide silenciosamente para que el Cano Lugo experimente con los libros y la educación, algo tan decisivo en su desarrollo intelectual y notable en su estilo periodístico.
Ese contexto nos ayuda a entender por qué sus palabras ante un micrófono tienen alma, vida y garra.
El encuentro de tales tesoros el domingo en Cayey no se dio fortuitamente: ha sido la consecuencia de sus haceres. Allí Cano Lugo quedó compensado. Su voz se respeta, indudablemente, pero su gente lo aprecia. Y eso vale mucho más.