Águedo Mojica Marrero, más que un ser humano, fue una institución, una leyenda.
Nació en la ciudad de Humacao, en el año 1908, pobre, mulato, hijo de una afrodescendiente de oficio planchadora y de un zanjero descendiente de canarios, sumamente talentoso y con fuerte inclinación al aprendizaje de incontables materias.
Antes de salir de su pueblo, aprendió de manera autodidacta -o con la guía de otros talentosos compueblanos en la música- a tocar piano, violín, violonchelo y guitarra.
También dominaba el griego antiguo, el latín, alemán, italiano y el francés, idioma que aprendió con otra institución y leyenda nacida en Yauco, que vivió toda su vida en Humacao, cumpliendo con lucidez y trascendencia su apostolado de sacerdote católico e intelectual brillante y polifacético: el padre Juan Vicente Rafael Rivera Viera.
Lo enseñó el sacerdote y lo aprendió Águedo con tal proficiencia, que ese francés fue la lengua con la que eventualmente hizo su doctorado en Filosofía en la Universidad de la Sorbona en la ciudad de Paris.
Águedo era un hombre de una mansedumbre, de una paz interior admirable, que le permitía hablar a las bestias, a los árboles y a las plantas, a los dementes y a personas que alguna vez pretendieron lastimarle.
Su hijo, Luis “Brigo” Mojica Sandoz, relató una anécdota suya simpatiquísima.
Una noche, Águedo estaba en la cocina de su casa, a media luz, colando café, en momentos en que un escalador entró intempestivamente por la ventana de la cocina y se encontraron cara a cara el ladrón y el señor de la casa.
Águedo le ofreció café y el escalador salió por la ventana más rápido de lo que entró.
Su esposa, doña Ana María Sandoz, quien estaba en su habitación y oyó el ruido, vino de prisa a la cocina a preguntarle qué había ocurrido. Águedo le dijo: “Nada, que un hombre entró por la ventana, le ofrecí café, no quiso y se fue”.
No concibo a un hombre con esas características, amante de la soledad, la reflexión, con mansedumbre Franciscana, lidiando en la política partidista de Puerto Rico, pero lo hizo.
Formó parte de la Cámara de Representantes durante 12 años, desde el año 1956 hasta el 1968, presidió la Comisión de Instrucción y Cultura del 1964 al 1968, y también fue vicepresidente del cuerpo bajo la presidencia de su carnal amigo, Ernesto Ramos Antonini.
Fue quien impulsó desde la Cámara la creación de los Colegios Regionales de la Universidad de Puerto Rico, hoy recintos, con el propósito de acercar la universidad a los estudiantes pobres, distancia que él había sufrido en carne propia en sus días de estudios formales.
Tuve el honor de conocerlo en la casa de campo de Héctor Lugo Bougal, en el Cerro Maravilla, y allí mismo compartí con él en posteriores veladas, todas hasta el amanecer, con los inolvidables músicos de Héctor, de los que les hablé en este espacio en otra ocasión. Sobre todo, con el violinista y bohemio ponceño Juan Meléndez Portalatín, el que aparece en los murales públicos de personajes típicos de nuestra ciudad, a quién él admiraba, quería, y a su muerte vino a Ponce a despedir su duelo, de paso, echándole a la ciudad de Ponce los más merecidos elogios.
En el año 1965, siendo vicepresidente de la Cámara por el Partido Popular, Águedo hizo guardia de honor en la sede del Ateneo Puertorriqueño ante el féretro de don Pedro Albizu Campos. Al día siguiente, asistió a su sepelio.
La noche que le conocí en la casa de campo de Héctor, tuve una desavenencia que devino en discusión, ya cerca del amanecer, precisamente con un familiar de Águedo que también estaba en la velada.
Mi contraparte en la discusión, el familiar de Águedo, se recogió a dormir y transcurrido un rato Águedo me puso una mano en el hombro y me dijo:
“Joven, en una de mis primeras visitas a este paraíso de Héctor, yo me fui caminando solo siguiendo un trillo que está trazado hacia el este de este predio y, al salir al descampado, me deslumbró la salida del sol más esplendente y diáfana que se puede imaginar. Desde entonces, cada vez que vengo a esta casa en Maravilla, cuando anticipo que el sol está próximo a asomar, tomo el mismo caminito estrecho y lo recorro hasta el final, para disfrutar de ese maravilloso espectáculo. ¿Me quiere acompañar?”.
Así lo hice, recorrimos el estrecho trillo juntos y al final disfrutamos de “aquel concierto de sol en la mañana”, que de seguro habría cantado a capella Tito Henríquez, también amigo de Héctor Lugo Bougal y autor de esa acuarela musical.
Como dijo mi entrañable hermano fallecido David Ortiz Angleró: “no he desperdiciado mi vida, porque siempre he estado a la sombra de los sabios”.
El Buen Dios los ha puesto en mi camino.
¡Nuestra Patria se ha nutrido de la sabia de grandes hombres que nos privilegiaron con su existencia. Cuando mueren, nosotros lloramos, pero la tierra los recibe von esperanza y paz.
*savia
Excelente recuerdo de un gran puertorriqueño. Muchas gracias por la reseña. Rafael Ruiz Quijano.
Quique recuerdo cuando me reunía con los bohemios de la Tri Alfa que nos reuníamos en el merendero de Quebradillas para ver salir el sol una ves terminado el baile de Blanca Navidad con un par de sabios.
No hay nada más que agregar, que solo darle las gracias a Ayoroa Santaliz por compartir el dato que si no fuera por él, la Perla del Sur, y Néstor Duprey, no lo hubiese conocido.
Grande , como pocos seres en el orbe…