Los humanos nos distinguimos de los demás seres que habitan el planeta porque somos capaces de determinar nuestra propia trascendencia.
También nos diferenciamos porque tenemos la enorme capacidad de soñar, de amar y porque tenemos el maravilloso don de sonreír.
Por desventura, últimamente navegamos por mares repletos de incertidumbre, incredulidad y desesperanza: momentos tempestuosos que nos obsesionan con mirar lo que no tenemos, que nos impiden ver todo lo bueno que podemos alcanzar y nos vuelven miopes para comprender todo lo que la vida nos regala a diario.
En pocas palabras, lloramos demasiado y sonreímos muy poco.
¿Qué nos ha pasado? ¿Por qué la cultura que hemos construido ahora nos aleja de la felicidad genuina?
¿Por qué hay tantas personas que aun cuando parecen tenerlo todo terminan su vida sin haber cumplido con la finalidad de su propia existencia?
Definitivamente, no tengo las respuestas a estas interrogantes, pero algo me dice que gran parte del problema radica en que hemos dejado de ser creativos, porque ignoramos cómo extraerle a la vida su sentido.
Asimismo, hemos olvidado el arte de sonreír.
Tal vez nuestra generación ha olvidado que tenemos el compromiso de vivir la existencia a plenitud. Sé que la vida, en muchas ocasiones, nos hace caminar cuesta arriba, por sendas espinosas y dolorosas, pero también reconozco que eso es parte de nuestra naturaleza humana.
Si no fuese así seríamos otra cosa, pero no seres humanos.
De hecho, nada es más humano y nada es más nuestro que la indigencia, ese sufrimiento que siempre está asechando a la vuelta de la esquina.
Nada es más nuestro que padecer infinidad de dolorosas pérdidas. Nada es más humano que la incertidumbre.
Sé que no existen paraísos sin serpientes, pero a pesar de todo, creo que siempre habrá razones para vivir, causas que nos ayudan a encontrarle el significado al sufrimiento y a nuestras frecuentes pérdidas, incluso a nuestra propia naturaleza.
Si no fuese así, la vida misma sería un total absurdo.
Me parece que, a pesar de los pesares, es urgente que recuperemos nuestra capacidad de sonreír, es apremiante que comprendamos que esa posibilidad nace de la alegría de emprender gustosamente lo que nuestras convicciones individuales reclaman.
Eso lo logramos cuando hemos optado por la vida, cuando nuestra elección ha sido la serenidad, cuando nos sabemos personas indigentes y sufridas, pero también poseedoras de la fuerza de trascender a nuestros inevitables dolores. En fin, cuando aprendemos a extraerle a la vida su profundo sentido.
Quizá la persona que sabe sonreír es la que ha aprendido a ganar todo sin dejar de perder su espíritu, la que ha sabido encontrar el camino de la creatividad, sabiendo que ese emprender también debe inducir el crecimiento y desarrollo de los demás.
El que sonríe es esa persona que sabe que nadie le quita nada, pero que tampoco nadie le roba a ella, es quien tiene humor al no tomar tan a pecho los inconvenientes de su propia humanidad, es quien, en lugar de quejarse por lo que no tiene, le da gracias a Dios por lo que tiene, pero también por eso que no posee.
Así, paulatinamente, se gesta la alegría que luego se convierte en el dulce huésped de su alma, la que luego la anima a seguir adelante: fortaleza que a su vez genera gusto por la vida, gusto que se manifiesta mediante su sonrisa.
Es un don de las personas que han entendido que las cosas grandes de la vida se encuentran en los pequeños detalles.
Estoy convencido que la alegría es una cuestión de actitud, es una decisión personal, que cada quien la escoge y siempre está presente para quien quiera hacerla suya.
La sonrisa es como una brasa ardiente, reflejo de una felicidad que deliberadamente se ha sabido construir. La sonrisa es la manifestación visible de las personas que optan por la vida, por la alegría, por la convivencia y la comprensión. Es el signo distintivo de quienes saben construir momentos memorables de aparentes insignificancias.
Así pues, quien se obstina por la dureza encontrará dureza, quien se aferra por la humildad encontrará perfección, quien busca alegría, dando sonrisas, encontrará la esperanza de un mejor futuro.
No cabe duda que dentro de nosotros habita un desconocido que desea sonreír, ¡dejémoslo ser! Démosle un calendario emocional en el cual se pueda apoyar a fin de que transforme la existencia en un tesoro repleto de alegría.
A propósito, la sonrisa es contagiosa y la medicina y psicología la consideran como el mejor medio natural para contrarrestar los efectos dañinos que a la salud ocasionan situaciones negativas como pueden ser las enfermedades, el estrés y la alocada vida que acostumbramos llevar.