“Fumar puros es como enamorarse…”
Winston Churchill
A la memoria del admirado y querido cigarrero ponceño, don Guillermo Morales, caracterizado por su eterno sombrero pra prá: guitarrero, sobreviviente de la Masacre de Ponce y amigo leal.
Poetas le adjudican un peligroso encanto al aroma del tabaco. Y yo sé que lo tiene.
Entre otras cosas, mi padre era cosechero de tabaco en Isabela.
De oídas y solo de mi recuerdo, sin más fuentes inmediatas, puedo relatar que en Puerto Rico se cosechaban dos clases de genéticas de tabaco: la de Isabela y pueblos vecinos, y la de Comerío y pueblos circundantes.
La diferencia fundamental entre ambos consistía en la cantidad de savia que contenían.
El que se cosechaba en mi pueblo estaba destinado al uso de “mascar.” Por eso era más “jugoso, tenía más zumo”, más savia.
Con estas hojas no se debía intentar hacer un cigarro, porque no quemaba.
En cambio, los cigarros del interior llegaron a ser de una calidad próxima a la del cigarro mundialmente elogiado del sector Vuelta Abajo, en la Provincia de Pinar del Río, en Cuba, el mejor del mundo.
Mi padre tenía una finca de 30 cuerdas de terreno en el barrio Bejucos, la que heredó de su madre. En el entorno comunitario la gente la llamaba “La Tacita de Oro”: unos terrenos muy arenosos y casi todo sembrado de palmas de coco, que por aquel tiempo era una industria. Frente a ella hay un cementerio.
Al sector que está por detrás del camposanto, con terrenos escarpados, pedregosos, lo llamaban El Monte.
Allí mi padre, simultáneamente, tuvo arrendada otra finquita, más o menos del mismo tamaño de la otra, que dedicaba al cultivo del tabaco.
Entre la bruma del recuerdo, dado el tiempo transcurrido, evoco algo del proceso de su cultivo y elaboración.
Tenía un rancho de pajas muy alto, con una sola puerta, tan bajita que había que entrar y salir por ella gateando. Además tenía una cortina inmediata, de tela gruesa de sacos, que también resguardaba la puerta.
El propósito era impedir la entrada del viento, que allí soplaba con fuerza desde la playa cercana, para que no afectara el secado de las hojas del tabaco, que colgaban de unos cordeles, en un proceso semejante al secado de la ropa en esa época.
El aroma que había dentro de aquel rancho era cautivante, embriagador.
En el tiempo de corte que los encargados ya conocían, se recogían las hojas
grandes, y las pequeñas, llamadas boliche, se dejaban en la planta, con la intención de más adelante ponerlas a la disposición de jóvenes necesitados del barrio para que se las llevaran y las mercadearan.
Con las hojas grandes se hacían mazos y se colgaban en cordeles que había dentro del rancho, hasta que secaran totalmente. Llegado ese momento, se pasaba al despalillado, que consistía en quitarle a la hoja el palillo o la vena gruesa.
Este trabajo lo hacían unas señoras llamadas despalilladoras, generalmente sentadas en el piso y llevando en su cabello turbantes, por una posible razón que no puedo afirmar categóricamente. En esto estoy especulando, pero sospecho que era para que su cabello no se impregnara con el intenso olor del tabaco o que el sudor o cabellos no cayeran en las hojas.
Lo que recuerdo o creo recordar es que todas llevaban turbantes.
Después de despalilladas, las hojas se torcían sobre sí mismas, formando con ellas una larga cuerda, para luego darle forma al rollo. Para eso se precisaba de un amplio piso de madera.
El experto ponía en el suelo varias de aquellas “sogas” de tabaco, muy pegadas, una al lado de la otra. Hecho esto, juntaba unas y otras a la manera de un rollo simétrico y compacto, que luego se envolvía muy apretadamente en hojas de plátano.
Todos los rollos tenían las mismas dimensiones y aproximadamente el mismo peso.
Era un verdadero arte, porque todo ese proceso lo hacían “a ojo”.
En nuestra casa frente a la plaza de Isabela y pegando con la Casa Alcaldía, luego de que se subían cuatro escalones, en la escalera había un descanso, que era un escalón bien ancho. Una vez se alcanzaba aquel descanso, hacia mano derecha, todavía en el primer piso del edificio y separada totalmente del resto de la estructura, había una puerta con cerradura de llave que conducía a una oficina amplia que tenía mi papá.
Dentro de ella, en primer plano, había unos anaqueles abiertos en los que se colocaban aquellos rollos de tabaco por un tiempo, cuya duración no puedo recordar con precisión, en lo que venían a puarlos para tasarlos y clasificarlos.
La oficina de mi padre estaba en un mezanine, tres escalones más arriba del piso donde estaba la base de los anaqueles que sostenían los rollos acostados.
Los tasadores eran unos señores con pericia y credibilidad inexpugnable en la comunidad. Utilizaban para su labor unas púas o puyas de maderas nobles, bien finas y pulidas, que también eran en sí mismas obras de arte.
Tenían alrededor de ocho o diez pulgadas de largo incluyendo el cabo, todo ello tallado en una única pieza. Las portaban dentro de una vaqueta de cuero que las protegía y las llevaban al cinto como pistolas de oro.
El tasador observaba al rollo detenidamente, lo olía por encima, con sus manos abría un espacio entre las hojas de plátano secas que lo recubrían hasta que se veía el tabaco.
Volvía a olerlo, esta vez cuidadosamente, le dedicaba más tiempo, repetidamente, casi podría decirse que lo hacía sensualmente, como quien repasa tiernamente la nuca de la mujer amada recién perfumada.
Entonces hincaba la púa hasta el corazón del rollo, la dejaba dentro unos breves momentos y la extraía muy lentamente, para llevarla primero a la nariz. Luego, con los dedos índice y pulgar de su mano dominante recorría de rabo a cabo la púa, con lo que despegaba pequeños fragmentos del tabaco que se quedaban pegados a ella, los comprimía varias veces entre sus dedos y volvía a llevarlos a la nariz y finalmente a su boca.
Su laudo de clasificación era de primera clase, de segunda clase y boliche, de escaso valor, aunque siempre había quien lo adquiría por un precio irrisorio.
El cosechero los vendía por rollos a comerciantes, quienes lo despachaban o daban a consignación a vendedores ambulantes. Los mercadeaban portando unas cajas de madera oscuras que llevaban sobre sus hombros, cerradas para que no se escapara el aroma.
Se vendía medido, por pulgadas, por lo que la caja tenía adherida en su parte más visible una yarda de madera similar a la que Sor Imelda utilizaba en el colegio para disciplinarnos.
Desde luego, estas yardas estaban “renegrías” por el continuo contacto en las ventas con el tabaco hilado.
El olor de aquellos rollos que mi padre almacenaba en su oficina percolaba sutilmente hacía la larga escalera que conducía al segundo piso de “la-casa-de-casa”, por lo que por ella se subía y se bajaba envueltos en el suave aroma de aquel tabaco.
Rico aroma que ya hubieran deseado para sí en su ambiente los contertulios de los coloquios literarios del Viejo Continente.