“Dicen que yo he dicho un dicho, dicho que yo nunca he dicho, dicho que si hubiese dicho, no hubiera dicho que no”.
A mi amigo, el artista ponceño radicado en la ciudad de Boston, Jorge (Santiago) Arce, con afecto.
Hay en Colombia un pueblo ribereño del río Magdalena, realmente llamado Villa de Concepción de la Plata, al que sus habitantes le fueron acortando su nombre a lo largo de los años, hasta dejarlo meramente en Plato. “Plato, Magdalena”.
Según su más famosa leyenda, en él vivía un hombre llamado Saúl Montenegro, quien tenía la objetable costumbre de irse al río subrepticiamente a fisgonear a las mujeres que se bañaban desnudas en sus aguas.
Puesto que más de una vez lo sorprendieron en esa acción y recibió más de una paliza por ello, decidió ir a La Guajira, otro Departamento de este gran país, asiento de los indígenas Wayuu, donde vivía un conocido brujo, para que este le preparara una pócima que le permitiera camuflarse y observarlas, tal y como vinieron al mundo, sin que ellas se dieran cuenta que lo hacía.
El brujo le preparó dos botellas, una que contenía un líquido rojo que lo convertía en caimán y, otra con un líquido de color blanco, que lo devolvía a su estado natural.
Un día, un hombre que lo acompañaba y le asistía en el proceso de transfigurarse, se asustó al ver surgir su condición de caimán, dejó caer la botella con el líquido blanco, el cual salpicó a Saúl en su cabeza y en su torso. Por ello quedó para el resto de sus días con cabeza y torso de hombre y cuerpo de caimán.
La leyenda pronto se regó como la pólvora.
Todos los habitantes acudían al lugar a ver al hombre caimán, tal como en su día lo hicieron en Puerto Rico, buscando al sapo-toro del lago Guayabal, como les conté en otra columna.
La misma leyenda además plantea que, huyendo de los curiosos que se multiplicaban, Saúl se dejó arrastrar por la corriente del río Magdalena hasta un lugar llamado “bocas de ceniza“, cerca de Barranquilla, lugar donde el río Magdalena desemboca en el mar.
Doy unos pasos hacia atrás en el relato para contarles que durante los años en que yo era adolescente, y perdonen la distancia, había dos grupos musicales folclóricos colombianos que se escuchaban con frecuencia en Puerto Rico: el del maestro José María Peñaranda, llamado “Peñaranda y sus Muchachos”, y el de “Bovea y sus Vallenatos”, dirigido por
Julio César Bovea Fandiño, oriundo de Santa Marta, ciudad donde me encuentro mientras escribo estas líneas.
Ambos grupos se caracterizaban sobre todo por la picardía de su música y por el doble sentido de muchas de sus letras.
Pues bien, fue el maestro Peñaranda quien recogió del folklore popular del pueblo de Plato esta leyenda del “hombre que se volvió caimán“ y se fue para el pueblo natal del compositor, Barranquilla. La musicalizó y la grabó con “Sus Muchachos”.
Transcurrido algún tiempo, la volvió a grabar en Cuba el también barranquillero, Nelson Pinedo, en su época de mayor gloria con la exitosa Sonora Matancera. De allí la grabación saltó a México, y posteriormente al resto del mundo, con variantes y adiciones en su letra: un éxito musical que hasta hoy perdura.
Por su sencillez, como el “¿Qué te parece, cholito?” panameño, por señalar otro ejemplo, se convirtió en un clásico del folklore musical latinoamericano.
Incluso, en el pueblo de Plato hay una estatua dedicada a él y anualmente se celebra el “Festival de la Leyenda del hombre Caimán“.
En Puerto Rico, concretamente en la ciudad de Aguadilla, surgió una leyenda que también involucra a un animal feroz y que, al igual que esta, se convirtió en una canción, pero en el género de la plena. Ha sido tan popular que, como aquella, también le ha dado la vuelta al mundo.
La letra de esta plena, titulada Santa María, que se le atribuye al jibarito Rafael Hernández, describe en su letra al animal en cuestión, del siguiente modo: ”Tenía cara de buey y el pecho de un toro bravo. Tenía patas de yegua y yarda y media de rabo“.
En el Museo de Arte de Puerto Rico, en la avenida De Diego en Santurce, hay una versión escultórica de este animal mitológico, elaborada por nuestro Rafael Tufiño, quien lo concibe como un imponente lagarto de unos 25 o 30 pies de largo. Solo de mirarlo de cerca asusta, aun tratándose de una pieza artística en un museo. A mí me ocurrió.
Es increíble que estas fantasiosas historias, inventadas en los pueblos, vaya uno a saber por qué chusco, se inmortalicen en el tiempo representando internacionalmente a sus países. ¡Qué encanto tienen para las grandes masas!
El monstruo nuestro, dicho sea de paso, botó la pelota y rompió el bate.