Para Samuel Serrano ir a la cárcel es como desaparecer. Y sabe, por experiencia, que muchos se quedan adentro. Es puertorriqueño, dueño de un taller de mecánica en Filadelfia, Pensilvania, el estado con la mayor cantidad de personas nacidas en Puerto Rico cumpliendo sentencias en cárceles estatales.
Hay 788 personas que nacieron en Puerto Rico y están sentenciadas a pasar el resto de su vida en prisión solo en los seis estados con más población puertorriqueña, Florida, Nueva York, Pensilvania, Nueva Jersey, Massachusetts y Connecticut, según datos de entre diciembre de 2022 y febrero de 2023, encontró el Centro de Periodismo Investigativo (CPI).
En Estados Unidos había 1.2 millones de personas encarceladas para finales de 2021. Una de cada siete está sentenciada a cadena perpetua, más de 200,000 en total, según The Sentencing Project, organización sin fines de lucro que investiga el discrimen racial en el sistema penal estadounidense.
Pensilvania es el tercer estado con mayor población boricua en Estados Unidos. Pero tiene más puertorriqueños encarcelados y sentenciados a cadena perpetua que Florida, el estado con la mayor población puertorriqueña.
“Las sentencias de Pensilvania son excepcionalmente agresivas cuando se comparan con otros estados… Pensilvania tiene el segundo número más alto de personas sentenciadas a cadena perpetua sin derecho a libertad condicional en Estados Unidos”, dijo Andrea Lindsay, directora de Iniciativas Estratégicas en la Philadelphia Lawyers for Social Equity, organización que ofrece servicios legales gratuitos a personas de bajos ingresos que tienen récord criminal.
A Serrano le tomó una fuga y dos encarcelamientos que en conjunto le quitaron casi una década de libertad, pero salió. Volvió a aparecer en el mismo barrio de donde se lo llevaron: Kensington, al norte de Filadelfia, la ciudad más grande de Pensilvania.
Ya han pasado 26 años desde que Serrano cumplió su última sentencia. Y ahora, una mañana de comienzos de verano, Serrano atiende a una clienta en su taller de mecánica, eñangotao con una linterna alumbrando debajo de un carro, al tiempo que se fuma un cigarrillo. Al terminar, se mete en una oficina que tiene en el mismo taller y se sienta detrás de un escritorio. Cuando recuerda algo, mira hacia arriba y se cruza las manos sobre el pecho. Si menciona una calle, señala al aire como indicando su dirección.
Las calles 5th y Glenwood hacen esquina en Fairhill, un barrio puertorriqueño del área norte de Filadelfia. Allí hay una bodega que se llama La Familia Latina. Y casi al lado un edificio de ladrillo aparatoso: una fábrica abandonada al borde de una vía de tren, vestigio de una era industrial desvanecida. El taller de mecánica de Serrano queda a media hora de esa esquina, en Kensington, otro barrio predominantemente boricua en esta sección de la ciudad conocida como North Philly.
“Yo soy nacido y criado aquí en Philly. La mai mía es de San Lorenzo y el pai mío es de Ponce, de Puerto Rico”, dice Serrano en español con algo de acento. Suena el teléfono y para contestar cambia a inglés: “What ‘s up brother? I am good…” El papá trabajaba para el Departamento de Sanidad de la ciudad y la madre trabajaba en el hogar. Emigraron desde Puerto Rico cuando tenían 20 años, en la década de 1970.
Los muchachos que desaparecían de las calles y que Serrano volvía a ver cuando caía preso eran también puertorriqueños de esta zona densa de la ciudad, en donde hay jardines con estatuas de la Virgen María, flanqueada por banderas puertorriqueñas y grandes bocinas que retumban con salsa.
Sin derecho a libertad condicional
Las principales causas de encarcelamiento entre los puertorriqueños en Estados Unidos son el narcotráfico y el asesinato en primer grado.
De los 274 puertorriqueños que están sentenciados a pasar el resto de su vida en la cárcel en Pensilvania, 199 fueron sentenciados a cadena perpetua sin derecho a libertad condicional (life without parole), encontró el CPI. Y otros 75 tienen condenas de 50 años o más, algo que es catalogado como “sentencia virtualmente de por vida” por The Sentencing Project.
Entre los puertorriqueños sentenciados a cadena perpetua sin derecho a libertad condicional en Pensilvania, 192 fueron acusados de asesinato en primer grado, que es cuando se considera que la muerte de la víctima fue intencional. Y 34 fueron acusados de asesinato en segundo grado, que es cuando se considera que la muerte de la víctima no fue intencional. Pensilvania impone cadena perpetua obligada a los acusados de asesinato en segundo grado, que incluye a personas que no participaron directamente en la muerte de la víctima.
En 2021, Lindsay publicó un estudio sobre la población sentenciada a cadena perpetua, sin derecho a libertad condicional, por asesinato en segundo grado en Pensilvania. Y reveló que el 73.3 por ciento de esa población penal tenía 25 años o menos al momento de ser acusados. Además, cuatro de cada cinco eran “personas de color”, un término que en Estados Unidos se usa para englobar a toda una gama diversa de personas “no blancas”; y siete de cada 10 se identificaron como personas negras.
“Publicar estos datos es una oportunidad para pensar sobre de qué estamos hablando y de quiénes estamos hablando con estas sentencias”, dijo Lindsay en entrevista con el CPI.
Hay personas nacidas en casi todos los municipios de Puerto Rico encarceladas en Pensilvania. Algunos nombres de los pueblos de nacimiento son anotados por el Departamento de Corrección de Pensilvania con errores, como Myia West, para Mayagüez, Aponito para Aibonito, Luguillo para Luquillo, Ballamon para Bayamón, Mega Baja para Vega Baja y San Sevassta para San Sebastián.
Entre los 1,431 boricuas encarcelados en Pensilvania, 60 anotaron que su lugar legal de residencia era Puerto Rico. Los demás reportaron a Pensilvania como el lugar de residencia. Pero también hay boricuas nacidos en Puerto Rico residentes de los estados de Delaware, Nueva York, Nueva Jersey, Massachusetts, Connecticut, Florida, Ohio, Kansas, California, Carolina del Norte, Rhode Island, Tennessee y Texas, cumpliendo sentencias en Pensilvania.
En los documentos que entregó el Departamento de Corrección de Pensilvania al CPI, los sentenciados tienen fechas de entrada y salida. En el caso de los sentenciados a pasar el resto de su vida en la cárcel, el encasillado de fecha de salida aparece en blanco. Otros tienen fechas de salida, como el 16 de enero del año 2172.
“Nosotros [en la cárcel] nos pasamos matando el tiempo, como quien dice, jugando baloncesto, handball, pelota. Todo el mundo se lleva bien”, dice Serrano. De nuevo habla en presente, como si no hubiera salido de allí. La pared que tiene a sus espaldas está llena de certificados, licencias y permisos enmarcados, junto a fotos de su esposa y dos hijos, uno de dos y otro de tres años. Afuera de la oficina se escucha el ruido metálico del taller, en donde trabajan dos empleados, también puertorriqueños.
“Aunque, siempre hay problemas, tú me entiendes”, sigue Serrano.
“Porque hay muchas gangas en la federal y en la estatal también. En todas las prisiones que uno va están los AB o Aryan Brotherhood [una organización neo nazi], están los mexicanos, los Latin Kings de Nueva York están ahí, siempre se encuentra uno que tenga problemas. Algunos boricuas pertenecen a los Latin Kings, pero no todo el mundo. La mayoría se pasan solos y solo quieren hacer su tiempo para irse pa’ su casa. Pero hay mucha gente ‘haciendo vida’, yo me encontré a muchos boricuas que están de por vida”, dice Serrano — quien acaba de cumplir 53 años — bajando la voz, reflexivo, mirando hacia el techo.
Las primeras desapariciones de Serrano
Con las salidas, Serrano se fue memorizando el camino. El estipendio, lo fue guardando. Pasó un año y medio hasta que una noche, junto con dos amigos, abrieron una puerta, después otra: salieron a un paisaje oscuro y yerboso. Caminaron, cuenta Serrano, “por las propiedades de los blancos de allá, de los americanos”, patios verdes con grandes casas blancas de madera. Iban en dirección a la única estación de tren por donde podían escapar.
Pero allí les esperaban los guardias del centro de detención.
La única opción que les quedó fue correr por las vías. Corrieron, llegaron a otra estación. Y esperaron hasta que llegó el tren de la línea Market Frankfurt, el “L”, en dirección a Kensington, Filadelfia. Después los guardias buscaron a Serrano, “por todas partes”. Fueron varias veces a casa de su madre. Pero él vivía en la calle desde los 13 años. Cuando eso tenía 16, y nunca lo encontraron.
“Yo era malo, yo vendía drogas, fumaba, joven… Yo me metía crack, heroína, cocaína, yo me metía de to’. Y la mamá mía no podía aguantar conmigo así que me tiró pa’ fuera”.
La diáspora boricua de Filadelfia se asentó en Kensington y Fairhill, al norte de Filadelfia, después de que fuera desplazada por el racismo y la gentrificación del barrio Spring Garden, durante el punto más álgido de la desindustrialización, a finales de la década de 1970. Cuando llegaron al norte de Filadelfia “eran literalmente refugiados de ese otro barrio y simultáneamente se encuentran con la otra gran migración por pobreza que viene de Puerto Rico”, cuenta el antropólogo Philippe Bourgois, profesor en la Universidad de California en Los Ángeles, en entrevista con el CPI.
Al no haber empleos en esa parte de la ciudad, devastada por la austeridad del gobierno y el cierre de fábricas, gran parte de la diáspora boricua se integró al “mercado global de narcóticos” que vino a suplantar el vacío económico de la zona, explica Bourgois.
Entre los barrios de Kensington y Fairhill, en donde se concentra la diáspora boricua de Filadelfia, opera uno de los mercados de droga más grandes de la costa este, y los índices de pobreza y de encarcelamiento son los más altos de toda la ciudad.
La fracasada guerra contra las drogas de Reagan seguía activa en 1988. Ese año, la ciudad de Filadelfia se encaminaba a romper su récord de asesinatos. Para el final del año serían 400. Una mañana, a eso de las seis, una decena de patrullas rodeó un bloque de Kensington. Arrestaron a alrededor de 15 personas. Una de ellas era Serrano. Tenía 18, ya era adulto, así que tendría que cumplir tres años en la cárcel estatal.
“Mi compañero de celda en la estatal era un muchacho que yo conocía desde que yo tenía 10 años, de Hunting Park [otro barrio del norte de Filadelfia]. Un boricua de esos de calle de verdad. Estaba haciendo diez años. Ahora está tranquilo remodelando casas. En cualquier cárcel que vayas vas a conocer a alguien de la calle”, dice Serrano.
El año en que Serrano fue a la cárcel, el ‘88, fueron encarcelados otros ocho puertorriqueños que siguen encarcelados en Pensilvania. Siete están sentenciados a cadena perpetua, todos por asesinato en primer grado, y uno a salir en 2036, por violación.
Esto no significa que fueron los únicos puertorriqueños que encarcelaron ese año. Porque los que ya cumplieron sus sentencias, no aparecen en las listas que entregaron al CPI los departamentos de corrección de los seis estados con más puertorriqueños.
Si Serrano estuviese todavía en la cárcel, no aparecería en esa lista tampoco. Porque solo contaron a los nacidos en Puerto Rico, el resto, los puertorriqueños nacidos en Estados Unidos como Serrano, quedaron invisibilizados entre las categorías de White, Black o Hispanic, términos amplios y ambiguos que han invisibilizado a los boricuas y el origen nacional de la gente latina desde siempre.
Las segunda y última desaparición de Serrano
Serrano salió de la cárcel estatal en 1992. Volvió a lo de antes, al mismo barrio de su natal Filadelfia, pero a una esquina distinta. Antes era la de las calles Hancock y Dauphin, o 5th y Glenwood. Cada detención de Serrano tiene puntos cardinales y fechas que marcan un mapa — territorial y temporal — que es muy personal, pero a la vez compartido por toda una comunidad.
“Prácticamente todos los ‘administradores’ y los ‘joseadores’ que hacían ventas [de droga] al por menor de mano a mano, en el turno regular de seis a 12 horas en el enclave espacial de este nicho económico que estudiamos, fueron arrestados, frecuentemente múltiples veces. La policía se guía por un perfil racial que consiste de la fórmula: ‘blanco [white] = cliente / puertorriqueño = vendedor’. Y durante las frecuentes redadas de la policía, el objetivo eran los vendedores directos y sus clientes”, cuenta Bourgois y un grupo de antropólogos que realizó una larga investigación de campo en el norte de Filadelfia. El resultado fue el artículo “La violencia del sueño americano, al interior de la ciudad segregada y el mercado de narcóticos de la diáspora colonial puertorriqueña”, publicado en 2021 en el libro Cocaine: From Coca Fields to the Streets.
La nueva esquina de Serrano después de salir de la cárcel era la de las calles Lawrence e Indiana, en Fairhill. Estaba vendiendo de nuevo, pero esta vez “en grande”, dice, no con orgullo sino como algo fáctico que no puede minimizar. Entre sus clientes tenía uno fiel: otro puertorriqueño como él que por alrededor de cinco meses le estuvo comprando drogas. Y como buen compatriota, se sentaba con él a tomar en una barra.
Un día alguien le dijo a Serrano, “yo a ese tipo lo he visto, lo vi una vez cuando yo estaba en la federal”. Resultó que el compatriota era un agente federal encubierto. Rápidamente Serrano se mudó, otra vez, de esquina. Hasta que el 5 de marzo de 1992 varios carros lo rodearon y otro agente se le acercó y le dijo, “Sam we were looking for you”.
Serrano contestó que no sabía de quién hablaba, como si él no fuera él. Pero el agente, llamado James, “nunca voy a olvidar su nombre”, dice Serrano, le mandó a levantar la camisa y lo identificó por los tatuajes y una foto que le habían sacado cuando fue encarcelado por primera vez. Ese día lo arrestaron de nuevo. Pasó cinco años encarcelado bajo custodia federal.
En el momento de su segundo arresto, Serrano estaba en la calle bajo libertad condicional. Algo que se repite constantemente. Entre los más de mil puertorriqueños encarcelados en Pensilvania, 68 son reincidentes que violaron su libertad condicional, según datos de marzo de 2023.
En Pensilvania, en general, la más reciente tasa de reincidencia (las personas que vuelven a ser encarceladas) era de 64 por ciento, en un período de tres años después de haber cumplido la sentencia original. De ese total, el 75 por ciento vuelve a ser encarcelado en el período de los primeros 16 meses de haber salido de la cárcel. Y se estima que uno de cada 10 arrestados por la policía es un “ex confinado del Departamento de Corrección de Pensilvania”. Un estimado que ha aumentado desde el último informe, según la agencia.
La persistencia de la cárcel
“Yo pagué siete mil pesos, un amigo mío pagó dos mil porque tenía dos casitos, pero yo tenía muchos casos. Ahora estoy esperando por el perdón de la federal. Pero para eso tiene que firmar el presidente [de Estados Unidos]. Ya todos mis papeles están en la White House, esperando a que cuando le dé la gana al presidente me firme la moción”.
¿Y cómo conseguiste trabajo cuando saliste de la cárcel y todavía no habías limpiado el récord?, pregunto.
“Fácil”, contesta sin titubear. “Yo salí el 17. El 18 ya estaba trabajando”. Por referencia, consiguió un puesto haciendo inventario para una compañía. Después consiguió otro trabajo en un taller de mecánica, y con la ayuda de un cuñado se certificó como mecánico, hasta que en 2014 abrió su propio taller.
Pero no siempre es tan fácil. O no todo el mundo tiene la misma suerte. La tasa de desempleo para personas que estuvieron encarceladas en Estados Unidos ha sido 27 por ciento más alta que la tasa de desempleo general en todos los periodos históricos, incluyendo durante la Gran Depresión de los 1930, encontró un estudio del Prison Policy Initiative. El estimado de esta organización establece que las personas quieren trabajar cuando salen de la cárcel, “pero enfrentan barreras estructurales para asegurar el empleo, particularmente dentro del período inmediatamente posterior a la excarcelación”.
“Para aquellos que son negros o hispanos, especialmente las mujeres, el estado de ‘anteriormente encarcelado’ reduce aún más sus posibilidades de empleo. Este castigo perpetuo del mercado laboral crea un sistema contraproducente de excarcelación y pobreza que perjudica a todos los involucrados: los empleadores, los contribuyentes y a las personas anteriormente encarceladas que buscan romper el ciclo”, añade el estudio.
“Dos o tres veces al año tranco to’ y nos vamos. A mí me gusta viajar. Hace como tres meses atrás nos montamos en la guagua mía y nos fuimos pa’ Kentucky. Yo voy donde quiera. Yo he ido a México, a Honduras, en noviembre fuimos a St. Thomas, he ido a Jamaica”, dice Serrano antes de volver al taller a trabajar junto a sus dos empleados. Ya es casi mediodía y los clientes siguen llegando.
Esos “boricuas” son la ralea que nos desprestigia en cualquier lugar del mundo. Están presos como merecen y porque allá no exista el maldito “ay bendito”. Que se atengan a las consecuencias de sus actos…😉